Llevo
tiempo sin oír el eco de mis latidos,
sin
esculpir en los lienzos de las mañanas
las
aventuras que lo hacían palpitar.
Caminé
mucho con los tiempos atados,
anduve
sin preocuparme de lo que mi corazón estaba chillando
sin
darme cuenta que cada momento se hace único,
sin
dejar un instante vacío,
sin
saber que todo tiene su porqué hecho por algún motivo,
que
todo instante cumplía con la edad.
Por
lo que perdí el sentido,
me
dí de cara con la vida cuando tracé su círculo,
al
abrir la ventana a una tarde calurosa
por
donde pasó susurrante e invisible la brisa de un ocaso,
que
respiré y respiro,
impregnándome
de un sudor cansado
transportándome
a un sueño plácido
donde
me alojé durante un segundo.
Pude
verme libre sin camisa de fuerza,
con
el alma renovada, animosa, combativa, resuelta,
envuelta
de una dulce firmeza,
hablándole
a mi corazón con la sabiduría de los ancianos
convirtiendo
los augurios en mercancía disuelta,
las
distancias superadas
y
un sin fin de caminos llamando a mi puerta.
Acababa
de darme cuenta de que otra vida partía
y
comenzaba a tirar de mi con toda su infantil fortaleza,
mostrándome
que todas las veletas tenían sentido
y
que me podrían llevar donde yo quisiera.
Al
despertar comprobé que el sueño se había hecho tierra,
que
lo cruzaba un río y yo era el agua que fluía plácidamente entre la
arboleda,
navegando
hasta ver un estuario que se ensancha
y
extiende majestuosamente para verterme a la mar abierta.
Hoy
vuelvo a oírme latir con la mañana cuando despunta
y
con la tarde cuando el crepúsculo de mi espíritu se apodera,
la
vida me ha convencido para desterrar al tiempo y su amargura,
me
he arrojado en las manos de las palabras
para
intentar ser más humilde con mi paupérrima sapiencia.
Hoy
el tiempo ya no me resta.