Cuantas
veces
lancé
al mar de los ejidos
una
voz sin ataduras,
vaciando
del jabardo la ternura
con
la perfección del vaivén dulce,
cimbreado
por una ráfaga de lisura
que
vuela desde el borde del acantilado
bajo
el ayer de un cielo encapotado
hasta
un hoy sentenciado de locura.
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