La
enhebradora de silencios
corría
más rápida que el eco de sus latidos,
extrañada
por la súbita conversión
del
amor en una bestezuela dulce y amarga
que
hace que todo lo inútil tenga sentido,
cubierta
con la voz del trueno
y
nacida en el silencio del relámpago,
veía
como se descosían los abrazos
en
la certeza de un momento
pero
sin terminar de desvanecerse
entre
la ternura de unos labios.
Mi
mundo caía en la edad
de
acorralar cada uno de sus cielos,
inmerso
en un laberinto de sueños
mercadeados
por una fe sin consuelo
para
terminar viajando sobre vagones aparcados,
en
tiempos de los te quieros a destiempo
envuelto
de espinas hirientes hechas sombrajos,
volando
sobre salpicadas espumas sin rumbo
donde
las nieblas juegan a esconderse
hasta
que se disipe en un instante
al
dejar de doler el olvido y hacerse recuerdo.
Creo
en esa bestia que acaricia y araña,
a
la gesta de superar la maraña de la desconfianza,
en
poder discernir entre rasguño y herida
y
en aprender a curarlas,
creo
en sus luces y sombras
y
no porque ahuyente a la soledad malcriada,
creo
en el colapso de sus latidos,
en
su lluvia inesperada,
aunque
me susurre que estoy en la edad peligrosa,
creo
en ese misterioso animal
que
nos devora la razón y el corazón
porque
yo lo he sentido y lo siento
con
su ternura y con sus garras.
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