Amanece,
abre
los ojos el día
al
mirador de los colores
del
que surgen aromas y olores
entre
las caricias de su abrazo,
su
destello crece a trazos
y
las curvas aterciopeladas de su luz
hacen
sentir la belleza que brota de tu pelo.
Crece
la mañana,
empavesada
de
un jardín que se abalanza
en
el fervor cantarino de los pájaros,
dando
paso a los trinos y chicharros
que
sucumben al beso
mecido
por una brisa suave
que
rebosa el verdor de su palacio,
desperezándose
el atrio de la luz
que
despierta tu voz.
Es
mediodía,
aterciopelada
engalanada
de disfraces
y
el silencio se colma de músicas fugaces,
con
el talante que desgrana su calor
al
grito de la fuente
goteando
su fulgor
que
cubre de risa la patena azul del cielo,
llenando
el mundo con un loco resplandor.
Tarde
adormecida,
serena
quietud
de
brisas que pierden claridades,
que
irá atenuando sin tiempo el rubor
de
las ventanas doradas apagadas por el estupor
entre
los cánticos rezados
sobre
los maleficios donde desafinan los ecos.
Noche
caída,
soñadora
con
los reflejos que el ocaso regala,
mientras
la Luna se engalana
sobre
los reflejos de agua
brotando
de misterios
asomando
al limpio y vivo crepúsculo
que
cubre los pastos de estrellas vivas de temblor.
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